La primera persona del plural fue una fosa común.
Estábamos totalmente locos. Una desquiciadez suprahumana que
se exacerbaba con las señalizaciones en rojo que nos hacían en el exterior y en
el interior de nosotros mismos seres igualmente detestables.
Nuestra presencia incomodaba al viento, se erosionaba con
cada inhalación, cada fumada, cada suspiro, cada exhalación. La violencia
emanaba de nuestros poros maquillados con una fina mezcla de lucidez e
inteligencia. Ese disfraz que no lograba esconder –aunque lo pretendiera- el
hedor de la impostura y de la falacia. Caían los más inocentes, cautivados por
nuestra pose, como por selección natural, a nuestros pies. Pasábamos de largo o
los ayudábamos a levantarse según las condiciones meteorológicas.
El odio era irreversible, la verdad inmutable y el amor lo inventábamos
cada que se nos daba la gana, sólo para provocar más sufrimiento. Otras veces,
las más contadas, lo hacíamos para coger gratis hasta el hartazgo. Algo en
exceso sofisticado, claro, porque había apps para evitarse las molestias.
La poesía había muerto. Todos los escritores yacían bajo la
maldición de una entropía estática. Las generaciones futuras usarían nuestros
cráneos de cenicero, venidos del Apocalipsis, desunidos por los siglos de los
siglos de los siglos de los siglos.
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En
mi epitafio quiero que se diga que fui una mierda. La más apestosa de las
mierdas.
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En
el mío que gané el Oscar a la mejor actriz. Y en letras de oro quiero que diga:
“Great lover, unforgettable artist, remarkable human being”. No, mejor en francés.
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Mi
meta en la vida es que me entierren con lo que quede de tu madre en ese
entonces. Ojalá quede lo suficiente para que pueda abrazarme y descanse, por
fin, en paz.
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Oui, oui, comme tu préfères.