El hogar.

En la calle de Victoria hay una casa que no está abandonada porque viven veinte gatos.
Tienen dos autos. El color vino se hizo parte del jardín; el gris está ahí. En la entrada hay azulejos que forman la imagen de alguna virgen. Lo supongo porque a un lado existen restos de lo que tiene pinta de pila de agua bendita. Que hago aquí; quizá no tenga mucho sentido. Los vecinos me observan y un gato se eriza. Prendo un cigarro
y sigo la pendiente de la calle empedrada, principalmente para desviar las miradas, pero también porque el soundtrack estaba muy bueno como para andar pensando. Debería dejar de fumar. Apago el tabaco haciendo getas. Me da asco, a veces. Pero no por el olor ni por el café de los dientes, más bien por la chingadera de paquete en la que vienen envueltos. Aunque el encanto del vivo ejemplo del mínimo esfuerzo y el contraste de las letras amarillas en el fondo negro me combinan. Encuentro una tienda y compro agua. Luego la bebo.
Doy la vuelta y voy a quedarme en la casa abandonada. Después de todo, a quién le puede importar estando en ruinas. Además sólo hay gatos, no? hasta les va a ir mejor porque les puedo comprar arena y esas cosas que usan. El soldado corre ya sin ver el camino gracias al éxtasis que le provoca estar en medio del campo de batalla gritando como degenerado. Pero no, el silencio entre canción y canción me hace escuchar el silencio de la calle y el canto de algunos pájaros a lo lejos y noto la ridiculez del asunto. Me dan ganas de reír, pero me aguanto. Qué asco. En frente de la puerta de madera enorme del garage se escucha también el zumbido de un ejército de moscas. Ya me atacan y ni siquiera lo hacen. Maldito cosquilleo, y de paso esos gatos que me ven tranquilamente desde su jardín. 

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