Ocio puro

Nunca pude completar una de esas torres de naipes cuya edificación nos legó el ocio de nuestros antepasados. Algún amigo, invadido de voluntad pedagógica, me explicó una vez que el truco consistía en doblar ligeramente las cartas, de tal forma que cada una de ellas se sostuviera sobre su propia base curva. Cuando lo intenté de nuevo me di cuenta de que ninguna técnica le quitaría lo aburrido al empeño: a punto de terminar, derribé la estructura en pleno uso de mis facultades mentales y me fui a hacer otra cosa.
Ese era mi problema y no otro; el renovado hartazgo en mi ánimo, luego de unos minutos de intento. Aquella minuciosidad no valía la pena, pues el resultado era previsible: una construcción desangelada, una mini piedra de Sísifo hecha para su destrucción sin sentido y eterno reinicio. El aliciente era tan vano que ni siquiera me podía imaginar orgulloso, al final del esfuerzo, por haber generado en el espacio un patrón de elementos tan común como la superposición triangulada de cartas, cuya conclusión sólo indicaría mi propio vacío. En este caso felicité a mi voluntad -o a su ausencia-. Mejor un buen poker o, ya de perdida, un solitario.

¿Cuántos pastos tiene el jardín?- pregunta con voz de Heidi un osito con dos bolitas rosadas en los cachetes. No lo puedo saber osito -le respondo casi con la misma candidez. Sin embargo, el animal se ha transformado en una especie de alien y me amenaza con sus fauces multiplicadas. Comienzo a contar, lleno de terror, deseando despertarme cuanto antes. Cuando voy por el pasto dos millones trescientos cuarenta y pico, pierdo la cuenta. Uno...

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